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Por Carlos A. Page

El exilio supone la expatriación forzada de individuos, generalmente por motivos políticos. Y vaya que los hubo en 1767 contra los jesuitas, que desde que llegaron a estas tierras optaron por defender a las culturas originarias de la apropiación de sus tierras y el trabajo inhumano a que eran sometidos por los españoles.
Los religiosos fueron acusados de corruptos, de explotar laboralmente a los indios, de crear un estado paralelo y de cuantas infamias se les podía inventar (aunque por ese tiempo no existía la figura del narcotraficante).
Hasta un obispo se ensañó de tal forma contra los jesuitas, que mandó incendiar la iglesia de Asunción. Usaron todas las artimañas que siempre se estilaron (y siguen usando) para ocultar a la sociedad la verdad, en beneficio de los intereses mezquinos utilizados por los grupos dominantes y los siempre presentes cipayos del momento.
Para el invierno de aquel año, en la estancia de Alta Gracia se encontraban tres jesuitas. El sacerdote cordobés Pedro Nolasco López, nacido en 1739, el catamarqueño P. Juan de Molina, nacido en 1734 y el coadjutor Francisco Benito, nacido en Segovia en 1721 y que había arribado a Buenos Aires en 1745.
El P. Nolasco se aprestaba a ofrecer la misa, cuando el 12 de julio llegaron a la puerta los soldados, al mando del sargento Diego de las Casas (tenía la particularidad de faltarle una oreja). Le dijo: “dese usted por preso porque ya se acabó la Compañía de Jesús para siempre”. Inmediatamente después le pidieron el dinero con que contaban, entregándole el sacerdote los 10 pesos que tenían.
Eso sí, le dejó dar la misa, pero con cuatro soldados provistos de bayonetas, ubicados en la puerta, que luego fue tapiada. Posteriormente y después de dejar a un típico encargado de “mano larga”, fueron conducidos a Córdoba. Llegaron al colegio dos días después, para ser encerrados, con los otros jesuitas del resto de las estancias y los de la ciudad. Los ubicaron en el comedor de la universidad donde se les tomaba la filiación y cargo, para después leerles el real decreto que los llevaría al exilio. Permanecieron allí los siguientes ocho días. Efectivamente, en la medianoche del día 22, sin que nadie en la ciudad se enterara, ni ellos supieran de su traslado y destino, los llevaron a los corrales, escoltados por jueces, soldados y alguaciles bien armados. Silencio y consternación, sin poder despedirse de nadie, en medio de la tristeza, el pavor y el espanto. Relata el P. Juárez, presente en ese momento, que le causaba consternación dejar aquella universidad donde poco antes se formaban los jóvenes, quedando convertida en cuartel de soldados.
Después de un largo viaje en condiciones de precariedad extrema, llegaron a Buenos Aires, donde fueron conducidos a la Casa de Ejercicios del Colegio de Belén (hoy San Telmo) convertida en una improvisada prisión. La mayoría de los cordobeses, unos 140, fueron embarcados en la fragata “La Venus”, que encabezaba una flota de más de 10 barcos que transportaron a 446 expulsos. Varios ancianos no soportaron el extenuante viaje y fallecieron en el camino o poco después de arribar al Puerto de Santa María el 7 de enero de 1768. Allí permanecieron  cuatro meses en el Hospicio de Misiones, edificio de los jesuitas que por ese tiempo lo llamaban el Hospicio de los Apóstoles. Desde allí partieron a Córcega, por entonces en guerra entre los genoveses y franceses, quienes los intiman a abandonar la isla. Finalmente en el mes de setiembre ya estaban en Faenza, y otros pocos se ubicaron en Ravena, Imola y Brisighela.
Nuestros jesuitas se alojaron en la casa del conde Francisco Cantoni donde reabrieron su universidad con siete profesores y 60 alumnos, restableciendo su estructura organizativa y provincia con su antiguo nombre: Paraguay.
Después trasladaron el colegio a la casa del canónico don Domingo María Fanelli, ubicada en la que por entonces se llamaba “calle de los ángeles”, en alusión a los allí alojados.
Todo esto causaba no solo el aborrecimiento de Carlos III, sino que los borbones siguieron presionando al Papa Clemente XIV para que extinguiera a los jesuitas del mundo católico. Mientras tanto, buscaban infructuosamente alguna excusa conspiratoria que sirviera como pretexto a la expulsión. Nunca hallaron nada y el Papa se rindió ante las presiones, y en 1773 suprimió la Compañía de Jesús del catolicismo.
Los jesuitas de Alta Gracia se dispersaron por Italia, donde pasaron sus últimos días. El P. Molina fue el primero, al morir a los 44 años en Ravena en 1778, después de 31 años de exilio. El P. López, falleció en Faenza al año siguiente y el H. Benito, el mayor de ellos, con 58 años falleció en Roma en 1779. 
Pues los borbones consiguieron un triunfo extra, aunque quizás el más importante y que duró más de dos siglos, que fue borrarlos de la memoria colectiva, al ser casi definitivamente olvidados por el pueblo que nació de aquella antigua estancia jesuítica de Alta Gracia.

Carlos A. Page

El autor es arquitecto y doctor en historia, investigador del CONICET y profesor de posgrado en las universidades nacionales de Misiones y Buenos Aires. Miembro de grupos de investigación en Francia, Portugal y Brasil, realizó estudios posdoctorales en España e Italia. Publicó 30 libros y más de 200 artículos en revistas científicas y de divulgación en Estados Unidos, América Latina y Europa. Entre sus obras se destaca El Camino de las Estancias. Las estancias jesuíticas y la Manzana de la Compañía de Jesús Córdoba.

 


Nueva edición del libro «El Camino de las Estancias»

El libro es una edición mejorada de la primera de 2000, aparecida luego que las estancias jesuíticas y la manzana de la universidad fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad. Es un resumen actualizado, del dossier presentado a la UNESCO, que detalla la trayectoria histórica del patrimonio arquitectónico legado por los jesuitas en el siglo XVIII. Se inicia con una reseña sobre los cuatro siglos de la Compañía de Jesús en Córdoba y el significado de su accionar educativo y misional. Continúa con un detallado discurrir sobre el edificio que fue la primera universidad argentina, junto a su convictorio o edificio destinado al albergue y estudio de un grupo de sus alumnos. Finalmente se resume no solo las circunstancias históricas de cada una de las estancias hasta sus últimas intervenciones arquitectónicas, sino además sus protagonistas, junto con los elementos que tuvieron en común, como la vida cotidiana y los emprendimientos agrícola-ganaderos.

Más info en http://www.carlospage.com.ar/

Los primeros exiliados de Alta Gracia

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