Aún no sabemos cuándo terminará esta pesadilla. Se presume más prolongada de lo imaginado y sin cura a la vista. Todavía no se ha logrado ningún remedio, ni se ha creado ninguna vacuna para evitar los contagios que suman casi dos millones de personas en el mundo.
Una cifra escalofriante para una civilización asombrada por la evolución tecnológica, la robótica, la inteligencia artificial, la nanotecnología, los algoritmos, el control social cibernético y un arsenal nuclear capaz de pulverizar al planeta en diez segundos.
El Covid 19 parece un francotirador invisible. Escondido en la rutina de nuestras vidas, al acecho de nuestros pasos, apuntándonos directamente a los pulmones, como un vengador del aire contaminado por los desechos de un capitalismo global enfermo y voraz, decidido a arrasar con el planeta, con la dulzura de las aguas, la fábula de los bosques, el roció de los campos, la temperatura de los glaciares.
Con la belleza y la fragilidad de las criaturas vivas, inclusive de las materias inertes como las rocas, donde los metales preciosos se adhieren a su dureza, como los nervios a los huesos de los hombres. La poesía no alcanza para decir lo que la ciencia todavía no explica . Y cuando lo haga , tendrá marca y patente de uno o más laboratorios, cuyos activos seguramente cotizarán en las bolsas de Wall Street, Frankfurt, Tokio o Hong Kong; donde fulguran los templos del mercado y el dinero es divinizando como única deidad del universo.
Mientras, la pandemia ha hecho colapsar los sistemas sanitarios de los países más poderosos de la tierra y ha sembrado de cadáveres sus calles. Ha cerrado las puertas de sus majestuosas referencias y se ha propagado por todos los rincones como una llama latente y amenazante, que nos obliga a escondernos en nuestras casas, o chozas y a sobrevivir con la angustia de saber si habrá mañana un estado presente, que garantice la vida, la continuidad de la especie, o sucumba en las fauces de un capitalismo de ciencia ficción.
Adolfo Marino Ponti.